Aunque pienses que estoy muy cabreada, créeme, no pienses mil palabras, solo te hace falta un beso.

Una mala contestación, o un tono más alto del que debería por tu parte; te miro con una cara que es imposible de describir, ¿de enfado? tampoco es eso, rabia de no esperarme algo que acaba de pasar y ni aún así poder creérmelo. Tú sabes que eso no deberías haberlo dicho, o al menos de esa manera. Pero sí, el orgullo puede con los dos, sé que yo antes no había hecho lo que debía y por eso me respondiste así, pero no pido perdón yo, ni pides perdón tú. Te miro cuando no me ves, me miras cuando no te veo, lo sabemos, pasamos el tiempo pensando que hacer, si esperar a que venga el otro, o ir a darle un beso y que termine la discusión. Mucha gente alrededor, entre amigos, seguimos hablando, y pasando el uno del otro, como si no hubiésemos discutido, pero sin dirigirnos la palabra entre nosotros; ellos se dan cuentan, como no, nos conocen bastante bien, pero tampoco hablan del tema. Pasa la tarde, todavía sin hablar, hasta que uno no aguanta más y va hacia el otro, en este caso, vienes tú. Me tomas de la mano, me miras a los ojos, te disculpas por la mala contestación aún pensando que primero me había dirigido yo mal a ti, puede, no te lo niego. Pero sigo sin dirigirte la palabra, esquivándote los besos y con la cabeza agachada mirando al suelo. Tú te das por vencido, piensas que has hecho todo lo que podías hacer, y te vuelves a sentar, esta vez lejos de los demás. Ahora soy yo quien se levanta, que era lo que realmente quería, que sin esperártelo, ir por detrás, agacharme justo detrás tuyo sin hacer ruido, y darte un beso en la mejilla mientras te abrazo. Tú me respondes besándome, esta vez en la boca. Lo único que me gusta de las discusiones, es que después viene la reconciliación.

Si te discuto, es porque quiero que vengas y me beses.